Fueron 3 duros años en los que vivió una verdadera pesadilla, desde el 7° hasta el 9° rogó a sus padres constantemente que lo cambien de colegio, porque el ambiente era insoportable.
Y es que a partir del 7° grado uno dejá de jugar tranquilamente en el “patio chico” para entrar al verdadero campo de batalla, “el patio grande”. Allí empiezan las ridículas tradiciones que a muchos le marcan de por vida.
Desde ese momento uno debe dejar de hablar con sus compañeras, porque “no son dignas de sus palabras”, porque estas le arrebataron el orgullo de ser un colegio exclusivamente de hombres.
“Las teníamos que ignorar, burlarnos de ellas, robar su útiles, escupir en sus cuadernos, arrancarles las hojas, hacerles bullying directa o indirectamente. De los contrario eramos considerados pelagatos, maricones, putos”, relata Sebastián Campos Cervera, quien saca a la luz lo que le tocó vivir, luego de que el colegio esté en el centro de las noticias por los casos de violencia que se hicieron públicos en los últimos días.
También al llegar al 7° se acababa la diversión de los intercolegiales, desde ese momento estaban obligados a formar parte de la hinchada, nada de socializar con amigos de otros colegios ni compañeras. Y sí, la hinchada era solo para hombres.
“Recuerdo que a veces iba a los intercolegiales con mis compañeras, y cuando escuchaba a la gloriosa hinchada del San José llegar, corría a esconderme para que no vean que no fui a la hinchada, para que no vean que estaba disfrutando tranquilamente del intercolegial con mi mejor amiga. Finalmente dejé de ir a los intercolegiales, era horrible tener que esconderme, pero más horrible me parecía ir a la hinchada, a que me jueguen, a que me corten el pelo como querían, a pasar sed, hambre, maltrato, a ser empujado, a veces golpeado y otras ridiculizado (pero claro, siempre “jugando”)”, añade en su extenso relato.
Otro ‘juego’ para “los más grandes” era quitarles el dinero que llevaban para comer algo en el recreo. “Si ellos organizaban una fiesta y no quería ir, igual tenía que comprar las entradas. Tuve compañeros desesperados después del primer recreo por conseguir plata, porque a un ‘más grande’ se le ocurrió que para el segundo recreo tenía que conseguir G. 100 mil, 150 mil o 200 mil”, continúa diciendo Sebastián.
Cada vez que se cruzaba con un alumno de cursos superiores, él debía bajar la cabeza, extender la mano y saludar, a cada uno, por respeto, aunque ni siquiera los conozca. El joven tampoco olvida el “glorioso y tan conocido campamento solo para hombres”, al cuál agradece que nunca fue, ya que estaba prohibido por el propio colegio.
“Si hago esto público es para que alguien con hijos, hermanos o sobrinos en el San José lo lea y conozca la realidad que muchos (aunque no todos) vivimos ahí, y sepa así lo que quizá su hijo está callando”, reflexiona, añadiendo que de igual modo defiende que el colegio no es una cuna de atorrantes y patoteros, y de allí también salen personas excelentes. Sin embargo, al igual que cualquier otra institución pública y privada, sí, también hay patoteros y atorranres.
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