El barrio San Francisco, ubicado en la zona de Zeballos Cué, en Asunción, fue ideado como una solución integral para cientos de familias que vivían en condiciones precarias. Pero con el paso de los años, y en ausencia de una política social sostenida, el proyecto fue cediendo ante la violencia, el narcotráfico y la inseguridad.
Inaugurado oficialmente en marzo de 2018, el barrio San Francisco fue una de las iniciativas de vivienda más mediáticas de la última década. Su construcción formó parte de una alianza entre el Estado paraguayo y organismos internacionales. El objetivo era reubicar a más de mil familias que vivían en zonas inundables, ofreciéndoles acceso a casas dignas, servicios básicos, espacios recreativos, centros educativos, atención médica y una nueva oportunidad para reorganizar sus vidas.
El complejo recibió su nombre en honor al papa Francisco, como símbolo de esperanza, inclusión y dignidad. Durante su lanzamiento, autoridades nacionales e internacionales lo presentaron como un ejemplo de lo que debería replicarse en otros puntos del país. Pero hoy, siete años después, lo que debía ser una comunidad modelo se encuentra marcado por el miedo, la violencia y la decepción.
Del modelo a la marginalidad: el avance del crimen
El deterioro del barrio San Francisco no se produjo de la noche a la mañana. Residentes y autoridades coinciden en que, tras la mudanza inicial y la novedad que implicó vivir en una vivienda segura, el Estado fue abandonando progresivamente su presencia. Las instituciones que debían acompañar el desarrollo social, educativo y comunitario comenzaron a ausentarse, dejando un vacío que fue ocupado rápidamente por grupos criminales.
El comisario Juan Escurra, jefe de seguridad en la zona, explica que organizaciones delictivas como el Clan Rotela y el Primer Comando Capital (PCC) se infiltraron en el barrio y comenzaron a operar en el microtráfico y la extorsión. Lo más grave, advierte, es la utilización sistemática de menores de edad.
“Estamos viendo cómo reclutan a niños y adolescentes para que ingresen al circuito delictivo”
Aprovechan su condición de inimputabilidad para usarlos como correo de drogas, centinelas o incluso como ejecutores de robos, señaló Escurra. Aunque asegura que la Policía realiza patrullajes diarios, con apoyo de los grupos tácticos como el Grupo Lince, reconoce que los recursos son limitados y la presencia del Estado no debe ser solo represiva, sino también educativa, preventiva y comunitaria.
El miedo se volvió cotidiano
Para los vecinos, el miedo dejó de ser una excepción y pasó a formar parte de la rutina diaria. Lo que debía ser un barrio familiar, con calles seguras y niños jugando, hoy vive bajo un clima de tensión constante. “Ya no se puede salir después de ciertas horas, vivimos con el corazón en la boca”, lamenta Celeste Amarilla, residente desde los primeros años de la fundación del barrio.
El crimen más reciente, ocurrido el pasado jueves, volvió a sacudir a la comunidad. Un trabajador fue asesinado presuntamente por un adolescente de 16 años, conocido por los vecinos desde pequeño. “Lo vimos crecer, sabíamos que había dejado la escuela y que se estaba metiendo en cosas malas. Muchas mamás le teníamos lástima, pero nadie pudo sacarlo de ese camino”, relató Amarilla con impotencia.
Ella asegura que los grupos criminales operan con total impunidad, adoctrinando a los niños desde muy corta edad: “Les enseñan a manipular armas, a moverse sin ser detectados, y los usan para distribuir drogas. Esto es una cadena que va destruyendo familias enteras”.
Servicios paralizados por la violencia
El nivel de inseguridad alcanzó tal punto que muchos servicios básicos ya no llegan hasta el interior del barrio. Conductores de plataformas de transporte y delivery se niegan a ingresar por temor a ser asaltados. “Si pedís un taxi o una moto, tenés que salir dos o tres cuadras para que te busquen. Ya nadie entra, por miedo”, explican los residentes.
Esto también afecta a las emergencias. Algunos vecinos han denunciado que, en más de una ocasión, ambulancias o patrulleras tardaron en ingresar, o directamente evitaron hacerlo por cuestiones de seguridad. La sensación de abandono es total.
“Estamos olvidados. Solo aparecemos cuando hay elecciones o cuando ocurre alguna tragedia. El resto del año, nadie se acuerda de nosotros”, expresó Celeste Villalba, otra pobladora del barrio. “Se ve a los chicos drogándose a plena luz del día. No hay control, no hay ayuda, no hay esperanza”, añadió.
Falta de una visión social integral
Desde el punto de vista técnico, expertos en políticas habitacionales coinciden en que el fracaso del barrio San Francisco no responde únicamente a la inseguridad, sino a una falla estructural en el diseño de políticas públicas sostenidas.
Soledad Núñez, exministra de la Secretaría Nacional de la Vivienda y el Hábitat (hoy MUVH), fue una de las impulsoras del proyecto durante su primera etapa. Hoy advierte que ningún plan de vivienda puede prosperar si no está acompañado de una estrategia integral de desarrollo.
“Un barrio no es solo cemento. No basta con entregar las llaves de una casa. Hay que construir comunidad, fortalecer la educación, dar oportunidades laborales y ofrecer contención. Si no hay continuidad social, el deterioro es inevitable”, explicó.
Para Núñez, el problema no radica en el concepto del proyecto, sino en su abandono: “San Francisco tenía el potencial de cambiar vidas. Pero el gobierno tiene que sostener la visión con políticas reales, con presencia activa. No se trata solo de inaugurar obras, sino de mantenerlas vivas”.
Una comunidad que pide auxilio
Mientras el Estado sigue ausente, los vecinos del barrio San Francisco se organizan como pueden para resistir. Realizan mingas, actividades comunitarias, e incluso rondas de vigilancia entre ellos. Pero sienten que sus esfuerzos no alcanzan frente al poder de las organizaciones criminales que operan con armamento, dinero y redes de influencia.
“Hacemos lo que podemos, pero necesitamos ayuda. Si esto sigue así, este lugar se va a convertir en tierra de nadie. Y los que vamos a pagar los platos rotos somos siempre los mismos: los ciudadanos comunes, que solo queremos vivir en paz”, concluyó Amarilla.
La historia del barrio San Francisco es una advertencia para el país. Una obra ambiciosa, convertida en símbolo del abandono. Un proyecto con nombre de santo, atrapado por los demonios de la desigualdad y la indiferencia.